lunes, 17 de septiembre de 2007

LA SOCIEDAD CIVIL

Cuando hablamos de memoriales, conmemoraciones, homenajes, narrativas, etc. corremos el riesgo de olvidar - dada la carga ‘simbólica’ de dichos conceptos - que nos movemos en el campo en el que se ‘cuecen’ las filiaciones y las opciones políticas. La reflexión sobre la política no siempre considera el análisis de las disputas simbólicas o culturales puesto que lo simbólico es ligado muchas veces con lo irrelevante, lo superfluo, y, por ello mismo, en la construcción de programas o propuestas políticas, se suele mantener en un segundo plano la necesidad de bregar por conquistas en el plano de la cultura y la hegemonía. Sin embargo, cada vez existe mayor conciencia de la importancia de dicha dimensión en el campo político. En países que como el Perú han pasado por terribles conflictos armados internos y dictaduras y que se han debido enfrentar a sinuosos procesos de transición a la democracia, las batallas por la memoria han adquirido un lugar relevante puesto que la oficialización de una versión del pasado dispone la legitimidad de las acciones con las que el estado busca enfrentar las secuelas de la violencia. En otro lugar hemos analizado la relación entre las memorias en disputa en el proceso peruano, los argumentos con las que estas memorias son defendidas y las propuestas de política sobre justicia, reparación, y reforma de las instituciones democráticas, etc. Así, mientras que la memoria de salvación y los argumentos sobre conspiración (que ven en la CVR una conspiración contra la historia) son coherentes con propuestas de impunidad y olvido, la memoria para la reconciliación y los argumentos de revelación (que ven en la CVR una revelación de la historia) son coherentes con propuestas de justicia, recuperación de la memoria histórica y reparación.

Una de las formas en que se expresan estas batallas por la memoria es en la apropiación simbólica de los espacios públicos mediante la construcción de memoriales. La transformación de un espacio físico o geográfico en un «lugar» lleno de sentidos y recuerdos para quienes vivieron un hecho de violencia puede llevarse a cabo erigiendo un monumento, un busto, colocando una placa, cambiando el nombre a una calle, etc. Reservar un área del espacio público para convertirla en un ‘lugar’ de reflexión y de encuentro con la historia no es más que la punta del iceberg de decisiones que obedecen a voluntades e intereses políticos de personas concretas. Desde dichas voluntades e intereses se toma postura frente al pasado y, a partir de ello, se motivan o inspiran acciones de cara al futuro. Los memoriales no son más que hitos de batallas entre memorias, y, como tales, son a la vez espacios e instrumento de lucha. Son aquello por lo que se disputa y con lo que se disputan sentidos políticos. Como espacio de lucha, los memoriales cambian de sentido según la persona y el momento en que se miren. Los sentidos sociales hegemónicos en un momento influyen gravemente en la forma en que una persona concibe un memorial. Como instrumento de lucha, los memoriales son una forma de apropiarse del espacio público y grabar en piedra o cemento una versión del pasado que compite con otras. Por eso es tan importante para los nuevos regímenes políticos levantar monumentos a sus héroes. Por eso fue tan importante para el antiguo régimen iraquí erigir una estatua en honor a Saddam Hussein y, por el mismo motivo, luego fue tan necesario derribarla.

Hace pocos años, el municipio del distrito de San Isidro, en Lima, quiso colocar una estatua en homenaje a Fernando Belaunde Terry como una forma de homenaje al ser considerado un «patriarca de la democracia». El gobierno de Belaunde, que había antecedido y precedido a la dictadura militar de Velasco y Mórales Bermúdez, era percibido por un sector de la población como un ejemplo de régimen democrático por lo que grabar su imagen en piedra era una forma de reconocimiento a dicho tipo de régimen. Ello fue objetado por algunas organizaciones de derechos humanos que recordaron que durante su mandato, precisamente entre 1983 y 1984, se produjeron las más importantes matanzas en Ayacucho; se ignoraron deliberadamente las denuncias de las organizaciones civiles y la prensa nacional e internacional; se buscó la admisión de la pena de muerte en el Perú; se aprobó la Ley 24150 que amnistiaba a quienes habían cometido crímenes contra los DDHH; y se desconoció la diferencia cultural indígena al considerar la Selva como un espacio deshabitado a pesar que en ella vivían varios pueblos indígenas, y al continuar lo que en su primer gobierno llamó la «conquista del Perú por los peruanos». Según los que se opusieron a que se erija el monumento, homenajear a Belaunde es «asumir que la democracia es compatible con el genocidio, la exclusión social y la impunidad.

Es importante por ello ser conscientes de lo que se juega al momento de decidir cambiar el nombre a una calle o colocar una estatua, y debemos tener en cuenta que bajo un memorial no sólo hay una memoria coherente con un programa de acción para el futuro, sino también una cierta teoría de la sociedad y de la memoria –no necesariamente consistente— respecto de qué tipo de memoriales expresan mejor cierto tipo de narrativas. No siempre somos conscientes de lo que se esconde bajo la forma ni de las posibilidades de tal o cual forma de expresar sentidos. Para no decir lo que no queremos decir con un memorial, o para decir lo que queremos de mejor manera debemos ser conscientes de los objetivos con los cuales lo promovemos y erigimos. ¿Buscamos conmemorar o construir un lugar para el debate público?, ¿cuál es la mejor manera de hacerlo: cambiar el nombre a una calle, colocar una baldosa en una esquina o construir una plaza?, ¿es relevante que el memorial dure toda la vida o basta con que resista uno o dos años? Este tipo de preguntas, relativas al diseño del memorial, deben ser previamente planteadas por el militante, el juez que sentencia o el funcionario público antes de tomar una decisión sobre cuál es la mejor forma de transformar un espacio público en un lugar de la memoria mediante un memorial.
Y las respuestas a esas preguntas deben buscarse en la población a la que se espera resarcir mediante el memorial. En un país pluricultural como el Perú es importante tener esto en cuenta dado que es relativamente fácil que los funcionarios estatales o los miembros de las organizaciones civiles reproduzcan relaciones paternalistas con las víctimas de la violencia, en su mayoría provenientes de zonas rurales, y terminen imponiendo monumentos y placas que no fueron solicitadas o que no tienen mucho sentido para la gente.